Crit Revolucionária, 2023;3:e013
Artigo original
https://doi.org/10.14295/2764-4979-RC_CR.2023.v3.78
i Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Facultad de Psicología, Núcleo Académico Básico de la Maestría en Psicoanálisis y del Doctorado en Estudios Psicosociales. Morelia, Michoacán, México.
Autor de correspondência: David Pavón-Cuellar david.pavon@umich.mx
Recebido: 18 nov 2023
Revisado: 27 nov 2023
Aprovado: 10 jan 2024
https://doi.org/10.14295/2764-49792-RC_CR.2023.v3.78
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El presente artículo esboza una propuesta crítica de acercamiento psicológico al fascismo y al neofascismo para elucidar su origen en una fascistización concebida como producción de normopatía. Después de cuestionarse trabajos en los que se psicopatologiza a líderes y grupos ultraderechistas al presentarlos como anormales, se argumenta a favor del reconocimiento de su carácter cada vez más normal, explicándolo por el hecho coyuntural de la derechización y por el factor estructural de la banalidad del mal. Se muestra cómo esta normalización de la patología entraña una patología de la normalidad cuya versión psicopática se describe como normopática y se asocia con el capitalismo y con sus derivas políticas fascistas y neofascistas. La normopatía, ilustrada con el nazismo alemán y con su continuación a través de cierto sionismo israelí, se define como un problema de normatividad que es político, no psicológico, y que no debe por ello psicologizarse y así despolitizarse.
Descriptores: Psicología del fascismo; Ultraderecha; Fascistización; Normalidad; Normopatía.
RUMO A OUTRA PSICOLOGIA DO FASCISMO: A FASCISTIZAçãO COMO PRODUçãO DA NORMOPATIAResumo: Este artigo traça uma proposta crítica de abordagem psicológica ddos movimentos de extrema direita, particularmente o fascismo e o neofascismo, para elucidar a sua origem no processo de fascistização concebido como a produção da normopatia. Depois de questionarmos os trabalhos que procuram psicopatologizar líderes e grupos de extrema-direita apresentando-os como anormais, argumentamos a favor do reconhecimento do seu carácter cada vez mais normal, explicando-o pelo facto conjuntural da direitização e pelo fator estrutural da banalidade do mal. Mostra-se como esta normalização e normalidade da patologia acarreta uma patologia da normalidade cuja versão antissocial ou psicopática é descrita como normopática e está associada ao sistema socioeconómico do capitalismo e às suas derivas políticas fascistas e neofascistas. A normopatia, ilustrada pelo nazismo alemão e a sua continuação através de uma certa forma extrema de sionismo israelita, é definida como um problema de normatividade que é político, não psicológico, e que não deve, portanto, ser psicologizado e despolitizado. Descritores Psicologia do fascismo; Extrema direita; Fascistização; Normalidade; Normopatia. |
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TOWARDS ANOTHER PSYCHOLOGY OF FASCISM: FASCISTIZATION AS A PRODUCTION OF NORMOPATHYAbstract: This article outlines a critical proposal for a psychological approach to far-right movements, particularly fascism and neo-fascism, to elucidate their origin in the process of fascisation conceived as the production of normopathy. After questioning the works that seek to psychopathologize far-right leaders and groups by presenting them as abnormal, we argue in favour of the recognition of their increasingly normal character, explaining it by the conjunctural fact of rightisation and by the structural factor of the banality of evil. It is shown how this normalization and normality of pathology entails a pathology of normality whose antisocial or psychopathic version is described as normopathic and is associated with the socioeconomic system of capitalism and its fascist and neo-fascist political drifts. Normopathy, illustrated by German Nazism and its continuation through a certain extreme form of Israeli Zionism, is defined as a problem of normativity that is political, not psychological, and that should not therefore be psychologized and thus depoliticized. Descriptors: Psychology of fascism; Extreme right; Fascisation; Normality; Normopathy. |
El líder argentino ultraderechista Javier Milei mostró posibles signos de locura en un programa televisivo. De inmediato, en medios y en redes sociales, sus compatriotas se precipitaron a diagnosticarlo con psicosis, paranoia y esquizofrenia. Sus problemas de salud mental resultaron evidentes para sus opositores y vinieron a corroborar la convicción de muchos de ellos de que la ultraderecha es una forma de trastorno, de psicopatología.
La psicopatologización de la ultraderecha está muy difundida y resulta bastante comprensible. ¿Cómo no comprender a quien psicopatologiza fenómenos tan aparentemente irracionales como el racismo, el ultranacionalismo, la xenofobia, el supremacismo, el conspiracionismo, el sexismo y la homofobia? Psicopatologizar todo esto es un medio rápido, sencillo e infalible para invalidarlo al acentuar y explicar su irracionalidad, explicándola como una patología de la razón resultante de una patología mental.
El problema es que psicopatologizar permite invalidar por invalidar, sin argumentar, sin dar buenas razones para invalidar. Es así como podemos deshacernos de aquello que nos parece irracional simplemente por ser algo con lo que no estamos de acuerdo, que no entendemos o no toleramos, que nos irrita o nos angustia. Si no estamos preparados para escuchar cierta verdad, ¿qué impide que tildemos de locos a quienes la profieren? Podemos también considerar desquiciados a todos nuestros adversarios políticos, así como ellos también tendrán el derecho de vernos como dementes.
De hecho, la psicopatologización ha sido utilizada más de una vez por la ultraderecha para descalificar a la izquierda. Ya en los años 1930 y 1940, el psiquiatra franquista español Antonio Vallejo Nájera describió el cuadro psicopatológico del marxismo, lo diagnosticó y lo trató con un propósito de curación.1 Hoy en día, el ultraderechista chileno Axel Kaiser continúa concibiendo el marxismo como un trastorno mental.2
Si la ultraderecha nos psicopatologiza, ¿por qué nosotros no tendríamos el derecho de hacerlo? ¿Por qué prohibirnos otra vez hacer lo que hacen los fascistas y neofascistas? ¿Acaso no les damos la ventaja sobre nosotros al imponernos límites que ellos nunca de imponen?
En el caso preciso que nos ocupa, psicopatologizar a los ultraderechistas serviría por lo menos para plantear la posibilidad concreta de que ellos mismos podrían estar sufriendo la incapacidad mental que atribuyen a todos los demás. La psicopatologización de la ultraderecha podría también darnos un poco de tranquilidad. Nos tranquilizaríamos, en efecto, al concluir que ocurrencias como las fascistas y neofascistas son delirantes, que no debemos ni tomarlas en serio ni mucho menos intentar demostrar su falsedad, que basta con desestimarlas y descartarlas como cualquier otro delirio, sin preocuparnos demasiado por ellas, pues además, de cualquier modo, como cualquier psicopatología, son rarezas, irregularidades, excepciones a la norma, casos anormales que basta con tratar y curar al plegar a la normalidad.
El deslizamiento a la dicotomía normal/anormal es característico de las aproximaciones modernas a la dualidad saludable/patológico. Al representarnos la psicopatología como una anormalidad, la psicopatologización de la ultraderecha se convierte en una suerte de anormalización. Esta anormalización aumenta el atractivo de una psicopatologización que ya no sirve tan sólo para descalificar al fascismo y al neofascismo como formas de enloquecimiento, sino para despreocuparse de ellos al considerarlos fenómenos excepcionales, raros, minoritarios.
Ahora bien, aun cuando la psicopatologización de una ultraderecha concebida como anormal pueda tranquilizarnos, lo cierto es que no corresponde a una realidad histórica. La historia nos demuestra, en efecto, que las masas fascistas o neofascistas y sus dirigentes no han sido precisamente anormales. Por el contrario, han sido generalmente normales, incluso demasiado normales, no sufriendo ninguna enfermedad mental identificada como tal en su contexto. Incluso el caso más evidentemente singular y que más ha dado lugar a especulaciones, el de Adolf Hitler, no presenta una patología clara identificable sobre la que haya consenso entre diversos diagnósticos.
Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Edmund Forster y Karl Wilmann habrían diagnosticado a Hitler con histeria.3 Este diagnóstico fue también el admitido por el equipo liderado por Walter C. Langer en 1943.4 En el mismo año, Henry Murray consideró que el Führer presentaba todos los síntomas de una esquizofrenia paranoide, como hipersensibilidad, ataques de pánico, celos irracionales, delirios persecutorios y de grandeza, fantasías de omnipotencia y creencia en una misión mesiánica.5 Estos síntomas hicieron que muchos otros aceptaran el mismo diagnóstico, entre ellos Edleff Schwaab en 1992.6 Otros autores, desde Gustav Bychowski en 19487 hasta Frederic L. Coolidge, Felicia L. Davis y Daniel L. Segal en 2007,8 han creído encontrar en Hitler un caso de psicopatía o de trastorno antisocial o narcisista de la personalidad. Además de estos cuadros, el dirigente nazi ha sido también diagnosticado con otras patologías, como un trastorno límite de la personalidad, un trastorno por estrés postraumático, un trastorno esquizotípico, una lateralización cerebral anormal, un trastorno bipolar y hasta un síndrome de Asperger.
Sobra decir que la cantidad abrumadora de categorías nosológicas diferentes y contradictorias atribuidas a Hitler no confirma su patología, sino más bien la impericia, la inexactitud y los abusos de psiquiatras y psicólogos que sólo han logrado refutarse y así delatarse unos a otros en sus diagnósticos del caso. Estos diagnósticos, en efecto, se excluyen mutuamente. Confiar en ellos nos obliga por lo tanto a desconfiar de ellos. Es algo que suele suceder con especialidades científicas o pseudocientíficas tan inexactas como la psicología y la psiquiatría.
Mientras no se haya demostrado cuál es el trastorno de Hitler, debemos aceptarlo como un sujeto normal. Con mayor razón tenemos que admitir la normalidad de otros líderes análogos tan ordinarios, tan convencionales, como Benito Mussolini o Francisco Franco en el pasado y Donald Trump o Jair Bolsonaro en el presente. No importa que estos líderes hayan recibido ya múltiples diagnósticos, tales como bipolar para Mussolini, doble personalidad para Franco, trastorno narcisista de personalidad para Trump y trastorno de personalidad paranoide para Bolsonaro. Sin duda estas etiquetas resultan sugerentes y captan aspectos característicos de cada caso, pero cada caso tiene otros aspectos captados por otras etiquetas, mientras que todas las etiquetas podrían combinarse de maneras diferentes para caracterizar a muchas personas ordinarias que nos rodean.
Los diagnósticos de los grandes líderes de la ultraderecha suelen ser caprichosos, arbitrarios e infundados. No parece que estos diagnósticos nos revelen algo que no sepamos, excepto quizás nuestro miedo a reconocer la evidencia escalofriante de que Mussolini, Franco, Trump y Bolsonaro no han sido exactamente unos monstruos desquiciados, unos locos furiosos a los que habríamos podido internar en hospitales psiquiátricos. Más bien han sido seres aterradoramente normales, ordinarios, grises, quizás incluso mediocres, de seguro no muy diferentes de cualquiera de nosotros, a lo sumo tan anormales como cualquier de los seres que nos rodean y que juzgamos normales.
Si los líderes de la ultraderecha suelen ser bastante normales, quienes los siguen tienden a ser aún más normales, pudiendo por ello constituir inmensas muchedumbres como las que llevaron al poder a Mussolini, Franco, Trump y Bolsonaro. Los fascistas, los nazis y los falangistas, como los actuales neonazis y neofascistas, componen amplios sectores de la población mundial, convirtiéndose a veces incluso en mayorías que ganan elecciones. En este caso, ellos constituyen la norma y la normalidad, el centro de la distribución normal, lo que resulta desconcertante y preocupante, pues la extrema derecha, precisamente por extrema, no debería estar en el centro, en la cima de la campana de Gauss.
Hay una suerte de normalización de la extrema derecha. Esta normalización parece revelar tanto un hecho coyuntural como un fenómeno estructural. El hecho coyuntural histórico es la progresiva derechización que algunos confunden con la polarización.9 Lo cierto es que, desde los años 1980, la ultraderecha es la única opción que se polariza, el único polo que se refuerza y se aleja del centro, volviéndose cada vez más extremo y atrayente, mientras que la izquierda radical tiende a debilitarse, a moderarse y centrarse, con el actual comunismo aspirando a lo que antes aspiraban los socialistas y populistas izquierdistas, los cuales, hoy en día, apenas coinciden con los centristas de ayer.
Además de la derechización como hecho coyuntural, tenemos el hecho estructural que Hannah Arendt describió con la famosa fórmula de banalidad del mal, refiriéndose al mal del nazismo, de lo que subyace a él y a la ultraderecha en general.10 Este mal es lo banal, lo más frecuente, lo normal, estando así en la cima de la campana de Gauss. La cima no es entonces lo que solemos creer, no es la mediocridad moral que está entre el bien y el mal, sino que es el mal que está quizás entre lo peor y lo mediocre. De ahí que no podamos hablar de una banalidad del bien como hablamos de una banalidad del mal.
Insistamos en que estructuralmente, estructuralmente y no sólo coyunturalmente, lo banal o normal es no el bien, sino el mal del que habla Arendt. Es el mal de lo que subyace al nazismo y al neonazismo, al fascismo y al neofascismo, al fascismo por ello eterno como en Umberto Eco, eterno porque estructural y no sólo histórico, pero además eternamente dominante porque estructuralmente normal, banal, ordinario.11 ¿Acaso esta visión antropológica pesimista no parece confirmarse con famosos experimentos como los de Stanley Milgram12 y Philip Zimbardo?13
Tal parece que Milgram y Zimbardo nos demuestran experimentalmente la banalidad del mal. Aquello que nos demuestran, eliminando el elemento valorativo, es la normalidad de la patología, es decir, el carácter frecuente y habitual de lo que suele considerarse patológico.
La patología debe entenderse aquí en el sentido etimológico del término, el de lo relativo al padecimiento, a lo que se padece. Es el sentido preciso del griego pathos que da lugar también al concepto de pasión, como en las pasiones del alma de Descartes.14 Las pasiones pueden concebirse como el origen de la patología, distinguiéndose de las actuales emociones de la psicología por consistir precisamente en algo que sólo es padecido por el sujeto, no siendo él su fuente, su agente o su creador. El sujeto es entonces víctima de sus pasiones que lo enferman, que lo trastornan, que lo enajenan, sumiéndolo en una patología que de pronto se nos revela como normal.
Hay entonces un elemento de normalidad en las pasiones que se asocian con trastornos como los psicopáticos y antisociales. Tales trastornos son considerados raros, poco frecuentes, pero en realidad pueden encontrarse en amplias capas de la población, como lo sabemos por Milgram y Zimbardo. Lo que estos psicólogos sociales nos han enseñado es la normalidad de una patología como la del nazismo y la del actual sionismo de ultraderecha, es decir, el carácter normal de pasiones destructivas y mortíferas que no son entonces exclusivas de los pocos psicópatas y sociópatas correctamente diagnosticados como tales.
Milgram y Zimbardo nos demuestran la normalidad de pasiones como algunas de aquellas que Robert Paxton15(41) ha descrito como «pasiones movilizadoras» del fascismo, particularmente la exaltación pasional de la violencia o la convicción igualmente pasional del derecho a dominar a otros sin restricción de ninguna ley humana o divina.15 Estas pasiones devastadoras no sólo animan a psicópatas aislados, a individuos antisociales, sino que movilizan a grandes masas, a ejércitos y gobiernos, como lo vimos alguna vez en Alemania y como estamos viéndolo ahora mismo en Israel. Netanyahu y Hitler, como Bolsonaro y Mussolini, son tan sólo expresiones individuales de patologías normales como las demostradas por Milgram y Zimbardo.
Al demostrar la normalidad de la patología, Milgram y Zimbardo están evidenciando casi imperceptiblemente algo mucho más grave y preocupante, que es lo que Erich Fromm16 describió con la expresión de «patología de la normalidad», entendiéndola, según sus propios términos, como la «patología» de la «sociedad occidental contemporánea»(13), una «sociedad insana», una sociedad carente de «equilibrio mental».16(66) Vemos que Fromm enfatiza el aspecto histórico más que el estructural, pero de cualquier modo su patología de la normalidad corresponde a un fenómeno más grave, más fundamental y determinante, que una simple normalidad de la patología. No se trata sólo de que la patología pueda ser normal, sino de que la normalidad puede ser patológica. En otras palabras, es posible no sólo ser alguien ordinario y al mismo tiempo estar perturbado o desquiciado, sino estar perturbado o desquiciado precisamente por ser alguien ordinario.
Existe la posibilidad, entonces, de que la normalidad sea la que nos perturbe, la que nos desquicie, la que nos enloquezca. En este caso, para estar enfermo, basta ser normal, ya que ser normal es una forma de estar enfermo. De modo correlativo, para no estar enfermo, para ser sano, habría que ser anormal, ya que lo patológico se vuelve lo normal en cierto lugar y momento de la historia.
Cuando la patología histórica de la normalidad reviste una tonalidad claramente psicopática o antisocial, podemos designarla entonces con el término tan elocuente de normopatía que fue utilizado sucesivamente por Joseba Atxotegui en Euskadi en 1982,17 por Enrique Guinsberg en México en 199418 y por Christophe Dejours19 en Francia en 1998. El término había sido ya propuesto por Joyce McDougall en 1978, pero sin darle el sentido sociopolítico preciso que adquiere con Atxotegui, Guinsberg y Dejours. Este sentido es el que nos interesa y el que nos permite utilizarlo para nombrar, no solamente una banalidad del mal como la que Arendt encuentra en el nazi Adolf Eichmann, sino el mal de la banalidad, es decir, el hecho de que lo banal pueda ser malvado.
La normopatía designa una psicopatía o maldad radical inherente a cierta normalidad histórica. Esta normalidad psicopática es la nuestra, la de nuestro lugar y momento en la historia, lo mismo para Atxotegui que para Guinsberg y Dejours. Para los dos últimos, es la normalidad psicopática del capitalismo en su fase tardía neoliberal, en la que vemos aparecer las actuales derivas neofascistas. De modo análogo, para Atxotegui, la normalidad histórica psicopática es la que se revela en la brutalidad sionista de Israel con la que retorna la brutalidad nazi de la Alemania del Tercer Reich.
Tanto Atxotegui como Guinsberg y Dejours sitúan la normopatía en su presente que sigue siendo el nuestro. Atxotegui tiene además el mérito de explicar la normopatía del presente por la del pasado. Su explicación parte del testimonio del psicoanalista judío Bruno Bettelheim20 sobre su experiencia en los campos de concentración de Dachau y Buchenwald.
Bettelheim identifica un momento de total asimilación al ambiente. Este momento es aquel en el que los presos, como diría Sándor Ferenczi, se identificaban con sus agresores. De pronto los judíos se insultaban unos a otros con el vocabulario antisemita, conseguían trozos de uniformes de las SS y los ostentaban con orgullo, se cuadraban como los nazis, imitaban sus poses, juegos y prácticas, y adoptaban sus valores hasta el punto de torturar y matar a compañeros inadaptados.
Es difícil resistirse a la idea hipotética de que la identificación inconsciente de las víctimas judías con sus agresores nazis, tal como es descrita por Bettelheim, habría comenzado en los campos de concentración para prolongarse después en la constitución misma del actual sionismo israelí, el cual, de algún modo, seguiría interpretando los roles de las SS y la Gestapo. Israel se constituiría entonces no sólo conscientemente a partir de la aspiración legítima del pueblo judío a tener una tierra propia, sino inconscientemente a partir de una identificación con el Tercer Reich por la que Israel como Estado genocida tendría esa tonalidad nazi que se vuelve cada vez más evidente. Ya desde 1982, Joseba Atxotegui planteaba esta hipótesis al observar cómo la normopatía del sionismo israelí, su psicopatía normal hoy denunciada por una parte importante del pueblo judío, reproducía las mismas prácticas de la normopatía del nazismo alemán.
Al igual que los nazis de Alemania en relación con los judíos, los actuales sionistas de Israel desprecian y animalizan a los palestinos, los segregan y los exterminan, liquidan por miles a sus niños y mujeres sin piedad alguna, les roban sus tierras y sus demás bienes, los confinan en enormes guetos y campos de concentración como el de la Franja de Gaza. El antisemitismo blanco o blanqueado israelí dirigido contra los palestinos, los únicos verdaderamente «semitas» del presente, no difiere mucho del antisemitismo ario alemán dirigido antaño contra los judíos. Así como el Tercer Reich buscaba una solución final para el problema judío, así también el gobierno de Israel busca hoy desesperadamente una solución final para el problema palestino.
Desde luego que grupos terroristas como Hamas han tomado ya la estafeta de la violencia, quizás reproduciendo la misma identificación con el agresor, identificándose inconscientemente con sus agresores sionistas como éstos estarían identificados con sus agresores nazis. Es así como la normopatía, según Atxotegui, se transmitiría de generación en generación, preparando futuras catástrofes, holocaustos imprevisibles como el que ocurre ahora mismo en la Franja de Gaza.
Hoy en día los palestinos son las víctimas indiscutibles de los sionistas como ayer los judíos fueron las víctimas indiscutibles de los nazis. Hay que insistir en que muchos alemanes lucharon contra el nazismo asesino al igual que ahora muchos judíos e israelíes protestan contra el sionismo genocida, pero también debe reconocerse que por ahora, al menos por ahora, los principales victimarios son todavía los sionistas y no los terroristas musulmanes, y que las víctimas primarias y mayoritarias son aún los palestinos y no los israelíes. Negar algo tan simple y evidente, como tantos lo niegan ahora mismo, ya es una canallada, pero una canallada generalizada, una psicopatía normal, una forma de normopatía como aquella en la que incurrían quienes pretendían que los arios alemanes eran víctimas de los judíos o al menos tan víctimas como ellos en la época del holocausto.
Al pensar en la normopatía de los sionistas del presente o de los nazis del pasado, lo más importante es comprender que el problema fundamental no está en la constitución psíquica de los sujetos regidos por la norma, sino en la norma que los rige y que así los constituye psíquicamente. El problema fundamental es, entonces, normativo, relativo a la normatividad, a la determinación política de las normas. El problema de la normopatía es político y no psicológico. No debemos, por ello, psicologizarlo y así despolitizarlo. Hacerlo sería proceder como Vallejo-Nájera o como Kaiser en sus intentos grotescos de psicopatologizar a los marxistas. Esta psicopatologización del adversario político no puede ser la solución porque es ella misma parte del problema de la normopatía del fascismo y del neofascismo.
Uno de los rasgos distintivos de los normópatas de ultraderecha es precisamente su propensión a despolitizar el campo de batalla de la política por los más diversos medios, entre ellos el de la psicologización y la psicopatologización. Es común que los ultraderechistas sólo vean un conflicto entre personas o modelos de humanidad, con sus respectivos perfiles psicológicos, ahí donde hay en realidad una lucha histórica entre programas políticos opuestos con sus implicaciones sociales y económicas. Esta lucha se ve escenificada, teatralizada, maquillada y disfrazada por una personalización y estigmatización personal que forman parte del arsenal de la típicamente fascista estetización de la política de la que hablaba Walter Benjamin.21
La estetización fascista y neofascista puede valerse de la psicologización y la psicopatologización como también puede recurrir a otros medios, entre ellos la moralización y lo que Emilio Gentile describe como sacralización de la política.22 En todos los casos, la política deja de aparecer como tal, como lo que es, y se ideologiza, disimulándose a sí misma por el mismo gesto por el que simula ser otra cosa, ya sea religión, moral, psicología o psicopatología. El simulacro psicológico y psicopatológico reduce los intereses opuestos de clase y sus manifestaciones políticas antagónicas a simples distinciones dicotómicas estéticas entre lo desarrollado y lo degenerado, entre lo sano y lo enfermo, entre lo normal y lo anormal.
Es también para cuestionar y problematizar dicotomías como las de normalidad-anormalidad o salud-enfermedad que necesitamos de conceptos como el de normopatía. Este concepto debería permitirnos atravesar la apariencia estética de la psicología y la psicopatología, de la normalidad y la anormalidad como estados psicológicos, para investigar cómo derivan de un proceso político de normalización que puede producir fascismo y neofascismo, implicando entonces una fascistización, cuando consiste en la normalización de cierta psicopatía, en la banalización de cierto mal, de males como el ultranacionalismo, el racismo, el machismo, el heterosexismo, la homofobia, la xenofobia o la islamofobia, entre otros. Sobra decir que la definición de estos males como tales, como expresiones psicopáticas, obedece a un posicionamiento político y no a una investigación pretendidamente científica en el campo psicológico y psicopatológico.
La psicología y la psicopatología no deberían utilizarse ni para definir el cuadro normopático ni para legitimar científicamente su definición política. Para lo que sí pueden servirnos nuestros saberes psicológicos y psicopatológicos, sirviéndonos como psicología crítica y como psicopatología crítica, es para cumplir al menos dos tareas cruciales para la explicación y la comprensión de la normopatía fascista y neofascista. Detengámonos un momento, para concluir, en cada una de tales tareas.
La primera tarea, cumplida ya en parte, es la elucidación del proceso por el que cierta patología, cierta psicopatía, se normaliza y da lugar al cuadro normopático subyacente al fascismo y al neofascismo. Este proceso ya es una forma fundamental de fascistización en la que intervienen mecanismos bien estudiados en la psicología social dominante, como la normalización de Muzafer Sherif,23 la conformidad de Solomon Asch,24 la obediencia de Stanley Milgram,25 el principio de proximidad de Theodore Mead Newcomb26 y la influencia social inconsciente de Serge Moscovici, Bernard Personnaz y otros.27 Al estudiar cómo operan tales mecanismos en cierta situación histórica particular, habría que tratar de aclarar cómo es que provocan cierto cuadro normopático al incidir en amplios sectores de la sociedad y al hacer que de algún modo pierdan la salud mental, entendiendo la salud en el sentido tan profundo establecido por Georges Canguilhem, como una capacidad para darse a uno mismo sus propias normas en beneficio de la vida, como una capacidad vital normativa que es también una capacidad política de ejercicio radical de la ciudadanía.28
En este punto se plantean varias interrogantes. ¿Cómo es posible que millones de sujetos puedan renunciar a su normatividad y someterse completamente a las normas que se les imponen hasta el punto de enfermarse de normalidad? ¿La resultante normopatía será quizás favorecida por la gran adaptabilidad y el marcado convencionalismo de la pequeña burguesía que León Trotsky29 y otros asociaron con el fascismo? La resolución de estas cuestiones y de muchas más puede beneficiarse de investigaciones psicológicas.
Una segunda tarea de la psicología, una tarea todavía pendiente, es la distinción entre dos experiencias opuestas de patología de la normalidad que suelen confundirse y que podemos identificar, al menos provisionalmente, como los cuadros normopático y normótico, retomando el término de normosis de Christopher Bollas,30 pero profundizando y ampliando su alcance en el campo social y político. Si la normopatía es una psicopatía normalizada o generalizada, la normosis resulta de la generalización o normalización de una especie de neurosis. Así como el neurótico sufre su neurosis, de igual modo el normótico sufre su normosis, viéndose afectado, lastimado y atormentado por ella. La normosis le causa dolor y otras formas de malestar, lo angustia, lo inquieta, lo deprime, lo paraliza, lo inhabilita, lo hace fracasar una y otra vez en la vida, impidiéndole vivir y disfrutar de lo que vive. El normótico se distinguiría claramente del normópata, el cual, al igual que un psicópata, puede gozar de su patología, vivirla en su propio beneficio, rentabilizarla en su favor y a costa de los demás.
La normopatía puede ilustrarse con los racistas, sexistas y clasistas de la ultraderecha, pero también con personajes exitosos y gozosos de nuestra sociedad como los funcionarios corruptos, los políticos maquiavélicos, los burócratas sádicos, los empresarios sin escrúpulos o los capitalistas insaciables, entre muchos otros. Estos normópatas que gozan de nuestra normalidad patológica no deberían confundirse con los normóticos, los que la sufren hasta extremos insospechados, en parte para que los normópatas puedan gozarla. El goce de la normopatía y el sufrimiento de la normosis constituyen así fenómenos correlativos.31
Aquí se nos plantean otras interrogantes. ¿Por qué unos sujetos están dispuestos a sufrir de la normalidad que otros gozan? ¿Cómo se bifurcan los caminos de la normopatía y de la normosis? ¿Cómo se conecta esta bifurcación con la división de clases de la sociedad capitalista, con la división de género en el heteropatriarcado y con las divisiones culturales y raciales trazadas por el colonialismo, el neocolonialismo y la colonialidad?
¿Acaso los diversos sistemas de opresión asignan diferencialmente a los sujetos los papeles de normóticos y de normópatas? ¿Estos papeles y los vínculos entre ellos vienen predeterminados por estructuras políticas, sociales, culturales y económicas? Por ejemplo, ¿una separación de tipo apartheid como la que hay en Israel entre palestinos e israelíes predispone de algún modo a los primeros a la normosis y a los segundos a la normopatía? ¿Qué debe ocurrir para que haya igualmente normópatas en sectores oprimidos y normóticos en sectores opresores? Todas estas cuestiones y muchas más pueden también ser investigadas en la psicología.
Las psicólogas y los psicólogos podemos aportar mucho al estudiar la ultraderecha, el fascismo y el neofascismo, el nazismo y el neonazismo. El valor de nuestros aportes dependerá de nuestra habilidad para desentrañar algo nuevo sin exceder un campo de estudio bien delimitado. Esto nos exigirá considerar lo político en tanto que político, adoptando una posición en él, pero absteniéndonos cuidadosamente de psicologizarlo y así despolitizarlo.
No es necesario salir de la política para justificar nuestra posición política. Esta posición contiene su propia justificación que es también política y que únicamente puede ser política. Es tan sólo políticamente como podemos justificar incluso una opción elemental como aquella, tan anticapitalista como antifascista, por la vida y contra la muerte.
Al optar por la vida y al hacer que esta opción guíe nuestra actividad, sin duda estamos demostrando una salud que puede concebirse como tal con la argumentación de Canguilhem y que puede justificar nuestra opción por ella. Sin embargo, más allá del plano psicológico, nuestra mayor justificación podrá ser una bastante redundante: la de optar por la salud al optar normativamente por la vida. Esta doble opción es política y sólo políticamente puede justificarse contra la opción contraria por la muerte, por el fascismo y por el capitalismo, por el capital que devora todo lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto.
Las opciones mortíferas fascista y capitalista, no pudiendo refutarse con argumentos racionales o evidencias científicas, deben combatirse a través de la práctica política militante antifascista y anticapitalista. Esta práctica material es todo lo que tenemos contra la opción resumida con la famosa consigna falangista que se atribuye tradicionalmente a José Millán-Astray: “¡Viva la muerte!”32 Ante quien prefiere la muerte, no sirve de mucho la inteligencia encarnada por Miguel de Unamuno, pero sí que podemos luchar políticamente por la vida. Se trata evidentemente de vencer y no de convencer.
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